La música que escuchamos
Las plataformas digitales de comercialización de música están, de algún modo, en una encrucijada. O mejor dicho: los músicos están en una encrucijada cuando se paran ante Spotify, Youtube y compañía. Por un lado, existe un ideal democrático de que la música, a través de estas plataformas, circula y llega lejos; es decir, la posibilidad infinita y la promesa de masividad que nos brinda lo digital a bajos costos. Por otra parte, se han constituido como actores-monstruo de la industria de la música que imponen sus propias reglas del juego.
Spotify, para dar un ejemplo representativo, le paga a un artista por cada reproducción de su canción aproximadamente 0,004 centavos de dólar, una vez que esa canción superó las primeras 1000 reproducciones. El cálculo estimado es que para que un artista gane 1 dólar con una canción, esa canción tendría que ser reproducida al menos 250 veces. Mientras que del lado de los usuarios, los algoritmos inteligentes recomiendan músicas según nuestras preferencias, a la vez que modelan los gustos legítimos, privilegiando ciertas producciones por sobre otras.
“Hoy, el modelo de divulgación de contenido de las plataformas multinacionales excluye la diversidad cultural y no valoriza la riqueza propia de cada país; se basa solamente en criterios comerciales para el armado de listas de reproducción, diseño de algoritmos, estrategias publicitarias y otros recursos habituales de la lógica empresarial”. La cita proviene de uno de los párrafos introductorios del proyecto MÚSICA.AR, englobado bajo el título “Propuesta para una plataforma nacional de música argentina”. ¿Es posible, entonces, pensar un modelo diferente de puesta en circulación de la música, que contemple las identidades diversas de nuestro campo cultural, al mismo tiempo que se proponga un trato más justo en cuanto a la distribución de las ganancias?
Un colectivo de músicos lo está haciendo desde finales de 2020, en pos de alcanzar un objetivo ambicioso: replantear estructuralmente el modo de divulgación y comercialización de la música nacional.
La organización como camino
Va casi un año de pandemia. El verano que se asoma empieza a infundir un aire general de que la pesadilla está por terminarse. Todavía está lejos la llegada de la segunda ola, o eso queremos pensar. Empiezan a abrirse de nuevo espacios para la música en vivo. La cultura es uno de los sectores más golpeados en los últimos tiempos, pero sigue viva. Durante meses de encierro, la música reproducida por streaming se convirtió en la aliada de muchos, la última cueva en la que todavía podemos conectarnos. Ya se dijo más arriba: es una cueva desigual.
En noviembre de 2020, un grupo de músicos se reúne con la idea inicial de buscarle una vuelta a un estado de situación que no los favorece como sector, y con la posibilidad en carpeta de presentar un proyecto ante el Ministerio de Cultura de la Nación (que, hasta el año anterior, había sido reducido a una triste secretaría). Se definen los primeros trazos de ese proyecto y se abre una convocatoria a la comunidad musical. Llegan más de 1500 adhesiones. El proyecto es MÚSICA.AR. El colectivo que lo lleva adelante da en llamarse MAR (Músicxs Argentinxs en Red). Un proyecto que funda un nuevo actor colectivo que busca incidir en el terreno de la política pública. En la historia de la música local, la organización de músicos disputando en esas instancias tal vez no sea muy frecuente, pero sí tiene importantes antecedentes, sobre todo en las últimas décadas.
Está la experiencia de los músicos nucleados en UMI que, en 2006, llevaron a que Néstor Kirchner derogara la Ley del Ejecutante Musical (una ley que había sido sancionada en 1958 y que, según se objetó al reglamentarse, no se correspondía con los nuevos escenarios de la música independiente del nuevo siglo). Esa discusión continuó en los años siguientes y devino en la posterior sanción, en 2013, de la ley conocida como la Ley de la Música, con la cual se crea el INAMU (Instituto Nacional de la Música). Otro mojón a señalar es el aporte de FA-MI (Federación Argentina de Músicos Independientes) para la inclusión en el artículo 65 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual que las radios privadas deben emitir un 30% de música de producción nacional, del cual un 50% debe ser de producción independiente (nunca está de más destacar que, si bien el macrismo se encargó de despedazar esta ley para favorecer los intereses de los medios de comunicación concentrados, la normativa sigue vigente, aunque no se cumpla).
Si bien todavía es temprano para saber si la experiencia de los músicos organizados en MAR tendrá el peso y continuidad que tuvieron estos antecedentes, así y todo, es inobjetable que se inscribe en diálogo directo con ellos, bajo la premisa fundamental de que la organización es un camino que hay que transitar para alcanzar los objetivos de transformación.
Para empezar a patear el tablero
MÚSICA.AR nace entonces como una apuesta para construir una plataforma digital de distribución de música que sea propia, que sea nuestra. “Si esto no es de todxs, no es de nadie”, firman los músicos de MAR al final del prefacio del proyecto. El objetivo de replantear la forma en que se distribuyen las ganancias emerge como un objetivo fundamental, pero no es el único elemento articulador. Tanto “visibilizar producciones musicales marginadas por el mercado” como “difundir regional, nacional e internacionalmente las diversas expresiones estéticas musicales que se producen en el territorio argentino, desde los primeros archivos fonográficos hasta la actualidad”, son dos metas a destacar. En el proyecto hay una búsqueda de pensar la programación de algoritmos y el uso de las estadísticas que las plataformas arrojan, no para orientarlo hacia una segmentación cada vez más reducida del mercado, sino para ampliar el panorama de posibilidades. En este sentido, es interesante pensar lo que en este proyecto subyace en cuanto a lo que es poner en juego desde el Estado el desarrollo de tecnologías. De ahí que una de las propuestas sea repensar las formas en que etiquetamos la música (por lo general, según parámetros de mercado), atendiendo a las particularidades de cada proyecto artístico, a los géneros y estilos, sí, pero también a las tradiciones en las que se inscriben, las corrientes con las que dialogan, las instrumentaciones, los ambientes, las geografías de las que han surgido o que habitan.
A la vez, aparece la propuesta de crear un banco sonoro y musical para rescatar esas viejas producciones fonográficas que han quedado olvidadas, de ponerlas en diálogo con el presente. Tarea muy difícil y ambiciosa, por lo que implica poner en movimiento engranajes del Estado, instituciones diversas, pero que a su vez es necesario se plantee, es decir, que surja como demanda. Así, se presenta la idea de “recopilar, catalogar y poner a disposición las grabaciones sonoras y musicales de pueblos originarios, las músicas criollas, las músicas de afroargentinxs, los primeros registros de obras de concierto de compositorxs argentinxs y los fonogramas actuales que registran dichas obras en salas oficiales como el Teatro Colón, entre otras”.
Quedan muchos
planteos por fuera y en ese sentido, quien quiera conocer más puede ir a
consultar el proyecto de MÚSICA.AR, que ya fue presentado ante el Ministerio de
Cultura de la Nación. De nuestra parte, nos queda estar atentos a cómo
continuará este camino y qué cursos tomará. Desde ya, pensar en una plataforma
de distribución de música que sea más justa para quienes producen y que se base
en un replanteo del vínculo oyente-obra-artista, diferenciándolo de la relación
comercial consumidor-producto-vendedor, es un acontecimiento a celebrar.
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